That way
Porque nunca un “déjalo ir” dolió tanto.
Miré de nuevo ambas fotos. Una tras otra cientos de veces. Analizando cada detalle. Cambiaban muchas cosas pero de entre todas destacaba algo en especial, el brillo de mis ojos.
Jamás hubiera reconocido querer tanto a alguien hasta que lo vi plasmado de esa manera tan evidente. En esa capa cristalina que envuelve cada centímetro de ellos. Una breve invitación al desconcierto. A dudar de cada sentimiento. Uno por uno.
Y es que cuando dicen que los ojos son el reflejo del alma, no mienten.
En la primera brillaban. Brillaban tanto que parecía como si la ilusión que contenían fuera a desbordarse e inundar toda la habitación. Contemplé entonces en silencio todo lo que estaba ocurriendo en esa fotografía. Lucas me había apartado y seguía en bucle con su broma, esa que aunque se la había escuchado más de una vez en menos de 24 horas, me seguía haciendo sonreír. En su momento trataba de hacerme creer que era por lo gracioso del asunto, pero ahora, ahora sé que sonreía porque era él. Porque cada segundo de atención que me prestaba, significaba para mí un mundo entero. Hasta el punto de que aunque me estaba enseñando a mí misma a no conformarme con las migajas, me acabé convenciendo de que esos momentos puntuales de atención que me prestaba podrían suplir todo lo que me hacía sobrepensar cuando actuaba con total indiferencia.
Un pinchazo en el pecho me sacó de mis pensamientos y cerré los ojos. Fuerte. Queriendo olvidarlo. Olvidarlo todo. Cada segundo, cada mirada, cada caricia. Queriendo culparme a mí misma y a mi cabeza por haberme ilusionado. Pretendiendo culpar a mi mente de lo que siente mi corazón.
Volví a abrir los ojos, porque aún cerrados lo único que veía era mi mirada en cada una de las fotos. Ese paso descomunal de la ilusión desmesurada a una tristeza sobrecogedora. Y es que, efectivamente, cuando deslizaba el dedo hacia la izquierda en la pantalla parecía que hubiesen pasado años. Pero qué va. Tan sólo unos meses me habían servido para darme cuenta de que merecía más. Sin embargo, por muy clara que tuviera esa idea, por mucho que intentaba convencerme de que había dejado de sentir tanto por Lucas, de que ya no importaba lo que hiciera porque a mí no me afectaría; por mucho que me lo repitiera, sabía que cuando le volviera a ver sería diferente.
Observé con cuidado la segunda foto, la del día del reencuentro. Tenía pensado no saludarle pero él, como de costumbre, rompió mis planes. Se acercó a abrazarme en cuanto me vio cruzar el umbral de la puerta. Le miré, le abracé y de verdad creí que todo había acabado, que de verdad había dejado de ponerme nerviosa. Que ya no volvería a sentir esas mariposas en el estómago cerca de él. Por un segundo me permití alegrarme. Me regalé una sonrisa de orgullo.
Seguí saludando a todos aquellos que me habían conocido tal como era y que me habían querido sin “peros”, que me habían elegido con mis defectos durante todo el año. Pero entre tantas risas volvió a suceder. Él volvió a demandar mi atención, acercándose, queriendo estar conmigo, sentándose a dos centímetros de mí esperando que yo me sintiera indiferente. Pero sabía que era imposible. Que el roce con él despertaba cada nervio de mi cuerpo. Y fue ahí, cuando se había levantado y estaba en frente de mí que Paula me hizo esa foto. Esa en la que mi mirada ya no era aquella que derramaba ilusión sino una que pedía auxilio. Me sentía pequeña, una niña chica que quería salir huyendo de un lugar en el que debería sentirse segura pero que en verdad le aterraba. Porque sí, le aterraba sentir. Jamás hubiese creído que a mí Ana del pasado le fuera a pasar esto. Le aterraba volver a amar y que no fuera correspondido. Porque el error de creer que si le quería más fuerte conseguiría que se quedara, ya lo había cometido una vez y no, no estaba dispuesta a volver a caer en la misma trampa.
Así, en cuanto pude, me escabullí entre la gente y evité el momento de volver a hablar con él, aunque sabía perfectamente que él me buscaba entre el bullicio y que siempre lo haría. Y ahí estaba el problema, que a él le gustaba más mi atención que yo.
Sin embargo, eso fue algo que terminé de entender conforme se acercaba el momento de despedirse. Esos minutos que se tiñen del dolor cruel de verse obligado a volver a decir “adiós”. Recuerdo perfectamente cómo se acercó a mí, cómo me miró a los ojos y me recogió en el abrazo más bonito que jamás me habían dado. Me permití sentirme protegida, porque a pesar de todos los sentimientos desubicados, él siempre sería la persona con la que yo había descubierto la plenitud que existía en la vulnerabilidad. Él siempre sería uno de mis lugares seguros, un sitio al que volvería a recordar quién soy y cuánto puedo llegar a amar. Por eso le permití a mi niña pequeña sentir. Sentir ese abrazo. Ese calor. Ese cariño. Le permití sentir ese amor. Porque al igual que con Lucas siempre había sido todo diferente, sus abrazos también eran cosa de otro mundo. Notaba con total detalle el palpitar de su corazón y como se entrelazaban nuestros latidos. Así que, por última vez, quise disfrutar de aquel abrazo en el que nada me daba miedo. En el que todo estaba bien.
Minutos después, me separé de él y verbalicé la palabra que, probablemente, más odio: “adiós”. Le sonreí y salí por la misma puerta por la que había entrado. Pero había una diferencia, había entrado queriendo evitar lo que sentía para no hacerme daño y salí por ella acogiendo mis sentimientos, uno por uno, porque eran lo que me hacían ser yo.
Ya fuera noté como la brisa me acariciaba el rostro y como la intensidad de mi corazón se fundía con la inmensidad de la noche de Granada. Andé unos cuantos pasos y al girar la esquina me deshice. Sentí las lágrimas brotar desconsoladamente de mis ojos y como el corazón se me rompía una vez más. Porque aunque hubiera entendido cómo tenía que actuar, eso no lo hacía menos doloroso. El mundo se me cayó encima y un escalofrío recorrió cada centímetro de mi piel. Sentía que no podía respirar hasta que unos brazos me rodearon. La miré y entendí que, pasara lo que pasara, ella siempre estaría ahí. Que sintiera lo que sintiera, ella siempre lo entendería. Porque aunque todo dolía, sabía que no estaba sola. Que tratándose de Paula jamás lo estaría. Así que lloré, lloré hasta que mis ojos no pudieron más. Lloré porque nunca un “déjalo ir” dolió tanto. Lloré porque la canción de “that way” siempre será para ti.

